jueves, 24 de enero de 2013


Van Gogh, el deshabitado del impresionismo



<<Experimento una increíble claridad 
en los momentos en que la naturaleza
 es tan hermosa. Pierdo la conciencia
 de mí mismo y las imágenes 
vienen como en un sueño>>
-Vincent Van Gogh-
Por: José Antonio Méndez



Escondido tras el milagro, el sosiego y el malestar, los ojos del espía de los espectros naufragan en el mar de la inmortalidad. Miran el incendio, miran la catástrofe en la que se ha convertido la estética, la belleza que duerme en un sombrero que se pierde en el barro, en el humo de la montaña. Miran las cortinas, las ventanas que se niegan a su paso, al caminar que remueve espigas, que reforma y trasgrede el caos. Miran como se derrumba el muro de la soberbia y desnudan el féretro de la idolatría mientras se guardan para sí una voz que nadie escucha.

     Vincent Van Gogh es el dueño de la luz, es el que dispersa el color sobre el paraje de un lienzo. Es el artista de sombras que entre cruza las líneas y los trazos ondulantes en un follaje de manchas. Es el pelirojo bebiendo de las alas de una naturaleza que no tiene nombre, un nudo de silencios que cuelgan de un espacio expresivo; marea de sueños de una auténtica y violenta perfección que hacen de la razón una zona rellena de tonos, de conclusiones que distorsionan lo común; un caótico equilibrio que figura entre el límite de la locura y la voluntad de su conciencia.

    Es el arte que rompe con la utopía, el enigma detrás del símbolo: amarillo, rojo, azul; el melancólico exigiendo el murmullo, la soledad, las dimensiones que quiebran el ambiente fugaz. Es una pincelada perfecta, el impresionismo que huye de sus formas, de sus adornos, de su celosía; es un arco que embiste al tiempo en figuras que ascienden a distancia, que hacen de su geometría un soplo de cristales, una música que se repite en paisajes, girasoles, en cipreses, sillas y autoretratos; conceptos e irrealidades condenadas al espejismo, a la inmortalidad de lo impredecible.

    Van Gogh es el Lázaro que vuelve al mundo, a la media noche que sucede a la fascinación, muda del vértigo a la mesura, a la combustión sin nombres, sin metamorfosis propias de una semilla, allí donde se inventa la trasfiguración, las constantes zonas cromáticas: el ocre discreto y suave, el azul que suple al negro en la noche, la agonía del gris en el suelo de sus lamentos, así como el verde que sosiega el equilibrio, un sordo dolor que hace del rojo un llanto en espiral; azul ultramar que hacen al genio y al mago, al sediento de imágenes, al prisionero de su lejanía, al deshabitado que siembra y atisba que la belleza radica en los ojos de quien la inventa.

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